NoticiaColaboración COVID-19. ¿De saprófito a patógeno? Publicado: 13/10/2020: 15760 José Rosado Ruiz, médico especializado en adicciones, reflexiona sobre la medicalización de la sociedad actual, como caldo de cultivo idóneo para el coronavirus. De una manera progresiva y sistemática nuestra sociedad sostiene una dinámica de medicalización que, controlando pensamientos, conductas y sentimientos, esclaviza a la persona: es imposible vivir sin fármacos y el milagro de la pastillita resuelve todos los problemas. Dejamos en sustancias extrañas el protagonismo de nuestra salud y felicidad, porque la industria farmacológica con una propaganda selectiva convierte los acontecimientos normales en patologías subsidiarias de ser resueltos con medicamentos. Así, ante situaciones rutinarias y normales como un suspenso, un problema laboral, el dolor de un duelo, un disgusto afectivo, una dificultad, la elaboran para ofrecerle un diagnóstico patológico y de manera inmediata ofrecen un medicamento que lo puede solucionar casi sin esfuerzo: crear un hábito farmacológico, que es como una segunda naturaleza, es el objetivo que asegura un consumo de larga duración: el botiquín familiar es el tesoro mejor guardado. Pero esta dependencia farmacológica, que tiene el origen en el hedonismo que la persona valora como el bien supremo, es el que, relativizando cualquier conducta, argumenta lo que le puede servir para sus fines: tiene derecho a todo. Es el mismo origen que provoca el consumo de las definidas como drogas ilegales, que mantienen una significativa población que no deja de aumentar y con inicios más infantiles, en una evidente dependencia. Todas estas sustancias tienen necesariamente su desarrollo en el cerebro donde desencadenan, con un tiempo suficiente de consumo, unas heridas y daños, en algunos casos incluso zonas de necrópolis neuronales, que provocan alteraciones y deficiencias en los programas que garantizan el equilibrio, armonía y funcionalidad fisiológica de todo el organismo. De una manera muy especial, es afectado el programa de defensa, el sistema inmunológico que nos defiende de los gérmenes: bacterias, virus y microorganismos a los que organiza para que no marquen etiologías patológicas, sino que, de forma original, los utiliza como reforzadores terapéuticos que cooperan para mantener los estados de salud. Se asume que estamos en una sociedad, al menos parcialmente, drogada, que condiciona un cerebro herido en sus funciones y con carencias en sus capacidades. Y en este escenario se presenta un virus que encuentra un escenario idóneo para supervivir, porque se tiene que enfrentar a muchas personas que tienen disminuidas sus defensas, las medidas preventivas apenas se contemplan, las terapéuticas son ignoradas, y de manera natural se multiplican las circunstancias favorables y estimulantes para su existencia. En poco tiempo, y de forma progresiva, el covid-19 ocupa el cerebro y se hace protagonista del organismo, que somete a sus intereses: ha descubierto un paraíso donde vivir, y motu proprio no abandonará esta posición. Es cuando el virus saprófito en sus funciones decide no dejar esa situación existencial paradisiaca e inicia una defensa para conservarla y experimenta una mutación o un despertar para activar su capacidad patógena. Es verdad inconcusa: no existe ni puede existir ningún virus que no pueda ser controlado por el cerebro humano, que es el órgano más perfecto jamás conocido, y diseñado con unos programas de mantenimiento, defensa, reparación y sanación que aseguran y garantizan una experiencia humana en condiciones óptimas y una supervivencia de la especie. Este órgano, después de más de 500 millones, y que no conoce el descanso, sostiene una dinámica de permanente y progresivo perfeccionamiento: la neurociencia afirma con rotundidad que no se conocen ni se sospechan sus límites terapéuticos. Nosotros somos los responsables de nuestro futuro, y el pronóstico infausto de este proceso viral, sólo descubre nuestra ignorancia sobre las potencialidades cerebrales: es obligatorio estar informados para, activando nuestros mejores esfuerzos y recursos, poder controlar el virus rebelde y paliar y disminuir las consecuencias patológicas. Una motivación extraordinaria para esta tarea es evitar las posibles secuelas genéticas en nuestros hijos y nietos.